Y allí estaba el tío, dándome la plasta con la casualidad, la causalidad y no se qué líos de la NASA. No le entendía absolutamente nada. Ni un carajillo de lejía podía aclarar mi estado mental. Si aquello era la resaca de celebrar mis veinte años, al día siguiente de cumplir los cuarenta veo a la peña oficiando un bonito funeral.
“Pero alégrese, joven. Todos los días no recibe uno algo así”, me decía desde el sótano de su reglamentaria gorra de plato.
La suya era una gorra de plato hondo. La más apropiada para contener a un sopas. Para mi madre, todos los sosos eran unos sopas. Nunca me gustó esa forma de hablar tan suya y sin embargo, en los últimos meses, me sorprendo a mi mismo hablando como lo haría ella.
El zumbido que surgía de la gorra se iba aclarando en mis orejas todavía machacadas del concierto de la noche anterior.
-Porque ¿sabe usted? A mi nunca me ha pasado esto, tener que entregar un devuelto tan antiguo ¡y de los “yuesei”!
El cartero permanecía ante mi puerta esperando que yo rasgara el sobre. No parecía dispuesto a abandonar sin averiguar lo que, para él, probablemente era un misterio apasionante. Lo remoto del matasellos hacía que los ojillos de aquel hombre brillasen de emoción al tiempo que se le disparaba la retórica:
-Que le conste, que a pesar de lo extraordinario del envío, puedo proceder a entregarlo a persona que no sea la preceptiva destinataria legal ya que…
“Ya que la destinataria legal está muerta, gilipollas”, me dieron ganas de decirle. En su lugar, le espeté un “tenga usted un buen día” golpeando su curiosidad con mi puerta.
El siguiente paso, la basura. Ni me molesté en romper el sobre. Me volví a la cama. Tan sólo eran las once de la madrugada y quería estar despejado para cuando mi padre saliera de servicio.
De nada sirve, viviendo en una Casa cuartel, ocultar la hora a la que llegas. La mujer del cabo dice que tiene insomnio. Vale que vienen de Rentería, que aquello debe de estar jodido y que ahora con la movida de Hipercor, es normal que esté en vela. Pero ¡coño! que vele en la mecedora haciendo ganchillo en lugar de en la ventana.
Cuando volví a amanecer ya estaba mi padre en casa.
-Te he estao esperando para comer en la cantina, pero me he figurao que no tenías el cuerpo para garbanzos.
No lo tenía. Esperaba que, para variar, mi padre me obsequiara con uno de sus sermones. Me equivoqué. El viejo llevaba los ojos vidriosos, se puso frente a mi y me cogió por los hombros. Se le cayó el tono sargento con el que acostumbraba a hablarme y le salió la voz de padre:
-“Numerillo”, estas hecho un hombre… ¡si tu pobre madre te viera!
Estaba hecho un hombre pero, sería el tono paternal o el sacar a relucir a mi madre, el caso es que me sentí más bien niño y me fui derecho a la nevera buscando la botella de leche. El lavado de estómago a base de ginebra de la noche, también tuvo algo que ver.
Mientras, a mis espaldas, mi padre se peleaba con la cafetera, Me contaba, como todos los días, lo que había dado de sí la mañana.
Vacié de un trago la botella terciada. La estrujé y la tiré al cubo. Si la puntería no era mi fuerte, menos en aquel estado. Mucho más despejada que yo estaba la botella que, mientras caía, recuperaba el aire que mis dedos le habían extraído, llegando pletórica a su destino. Burlándose de mí, rebotó y cayó fuera.
Al agacharme a recogerla, los ojos se me cayeron a la basura. El sobre aéreo me daba la espalda. Las palabras del cartero empezaron a encender lucecitas en mi cerebro. Un remite escrito con letra torpe me despertó definitivamente: Custodia López. ¡Mi madre escribiendo a Cabo Cañaveral!
Mi padre seguía en la cocina. La intuición me hizo ocultar la carta de su vista. Los calzoncillos fueron mi bunker más a mano.
El viejo seguía dándome el parte cuartelero:
-He comido con Tejero y su mujer. Me han dicho que el chico está tan contento en Valdemoro. Tejero no quiere al chico en el Cuerpo. Él hubiera preferido verlo ingeniero, como tú…
A mi padre le daba una envidia mortal que los hijos de los compañeros quisieran ser guardias civiles. Sin embargo a mi no me extrañaba que al pobre Tejero se le pusieran los pelos como escarpias de pensarlo. A su hermano Justo deshizo una bomba en Pamplona hace dos años y por muy benemérita que se tenga el alma, después de eso tiene que costar abrocharse el correaje.
-¡Joder con el Antoñito! Con ese nombre y apellidándose Tejero, por el bien de todos… mejor le iría siendo ingeniero. Bastante cachondeo había en el instituto cuando aquello…
-Yo que soñaba con cuadrarme un día delante del capitán Hernández… y no te voy a ver ni jurar bandera ¡con esos pies raros que sabe Dios de quién sacaste! Al final, tu madre tenía razón, algún día fabricarás aviones…
-Mis pies no son raros. Si lo dices por mi dedo, alguno de la familia tendrá sindactilia, digo yo...
Con Toñín éramos como hermanos. Nacimos y nos criamos en un cuartel de Almería, hasta que a nuestros padres los trasladaron juntos a Madrid. Mi padre y Tejero celebraban la suerte que había sido aquel ascenso tan poco habitual.
Las punzadas del sobre en el culo me hicieron dejar al sargento Hernández con sus batallitas. Me encerré en el baño, sentado en el retrete volví a la carta.
El sobre estaba amarillento y, para llevar veinte años dando vueltas, escasamente arrugado. La letra de mi madre, a medio camino entre lo infantil y lo ilegible, aparecía jalonada de sellos de control de todos los colores. No dejaba duda a su autoría. Como el remite: “Custodia López. Casa cuartel de Palomares. Almería. España.”
Aquello era absurdo. Me dieron ganas de romperla en mil trozos, pero al final la abrí.
“Señor general de la Nasa…”, empezábamos bien. Al menos no lo elevaba a generalísimo. Mi madre era así. A continuación en unos cuantos renglones le decía al “señor general” que “le escribía desde el famoso pueblo de Palomares aquel al que ustedes tuvieron la amabilidad de enviar personal cuando lo de la bomba. Y de eso le quería yo hablar. Que mi vecina Engracia y servidora, precisamos localizar a un ingeniero de ustedes. Uno alto, rubio con el pelo muy rizado que se llama Alexander aunque en la chapa de la camisa, ustedes le ponían John Smith…”
No entendía nada. Como la letra a trozos se hacía ininteligible, opté por leer picoteando de aquí a allá: “compréndanos el señor general, el miedo corrió aquellos días por el pueblo, don Alexander fue el único que nos decía lo que estaba pasando. A mi marido y al de la Engracia los tuvieron buscando las bombas y después custodiando a los señores americanos que se bañaron con el ministro. Éramos dos mujeres solas en semejante circunstancia…”
Cuartilla y media después la cosa seguía “… la Engracia ha echao cuentas y el chico es del matrimonio. A mí me queda la duda, pues mi Alejandro nació muy menudo aunque don Ramón, el médico, ya me dijo que era prematuro. Don Ramón también dice que eso y el dedo que tiene raro, pueden ser por las radiaciones y ya no me apuro tanto…”
Sentí una mezcla de estupor e incredulidad, no podía seguir leyendo ¡mi madre y la madre del Toñín! Me salté un párrafo y acometí directamente el final: “… y es por eso, porque aunque oímos al sargento decir que habían detenido a un saltimbanqui que se hacía pasar por ingeniero americano de la NASA cerca de Almería, yo siempre he estao segura de que ese no era don Alexander…”
Salí del baño. Mi padre roncaba en el sillón orejero, por una vez no me importaba la bronca que podía caerme al despertarlo:
-Dime una cosa, padre, ¿me admitirían en Valdemoro con este dedo en forma de “Y”?
Elena Pérez
(Alumna Taller Orwell 08/09)